Aún faltaban eternos días para que ese fatídico once de marzo escenificara el último apocalipsis nacional. España, sumida en una tenue anestesia, despertó sin aviso de su personal letargo. Pero entonces, apenas un mes antes, nadie lo sabía. Un trío –teóricamente bañado por las ansias contestatarias de la época- recorría gran parte de la geografía española cautivando por doquier a auditorios repletos. Como equipaje sólo necesitaban su mera presencia. Almudena Grandes y Luis García Montero, como teloneros, dejaban que un Joaquín Sabina liderara al grupo. La capacidad de convocatoria que generó esta inmortal figura evidenció que el tiempo no ha podido apagar el clamor que es capaz de suscitar allá por donde va. Con más años encima de los que marca su documento de identidad, el estandarte de la música española de autor demostró que no necesita hacer acopio de su arte para llevarse al público al bolsillo. El atestado Paraninfo de la Universidad de Sevilla, hace algo menos de cuatro años, era la prueba palpable de que puede prescindir de su profesión para atraer a las masas. El estudiantado se había agolpado sólo para escuchar a este peculiar trío hablar de las pérdidas que la democracia lleva a sus espaldas cada vez que un joven no acude a las urnas.
Aquella cita quedó, sin remedio, grabada en mis retinas. La ilusión inicial fue dejando paso a sentimientos confundidos a medida que avanzó esa sorprendente tarde de viernes. En lugar del eclipse que esperé presenciar, sólo acabé viendo cómo un extraño símbolo de la izquierda tiraba por tierra muchas de las teorías que siempre –pensé- deben acompañar a esta ideología. No obstante, de no haber descubierto todo ello, Almudena Grandes tampoco me habría explicado lo “gris” que se había vuelto España como consecuencia de la involución en la que andaba metida. Y los poemas que su marido quiso recitar probablemente se hubieran perdido entre el estrepitoso ruido que llenaba los pasillos colindantes al Paraninfo. Todo ello acompañado del constante humo que flotaba en el ambiente gracias a un Joaquín Sabina que, a pesar de las reiteradas peticiones de sus compañeros de lucha, no dejaba de fumar ni de argumentar sandeces acompañadas de grandes dosis de prepotencia que terminaron creando un ambiente de discordia entre los tres protagonistas. En lugar de acudir para concienciar, eso sí parecía adoctrinamiento puro.
Algunos años han pasado ya desde ese día, pero siempre que aparece Sabina detrás de alguna esquina luchando por perpetuar una imagen desvirtuada de la concienciación política, provoca en mi una media sonrisa. En ‘Dos pájaros de un tiro’ volvió a retratarse cada vez más fiel a la realidad que representa. Con la picaresca que lo ha convertido en el Caín español, el artista tuvo tiempo para ridiculizar la labor del partido popular. Sólo fue una simple observación personal, pero en ese momento volvió a enseñarme la misma lección que aquel viernes. Me confirmó, en tan sólo unos segundos, que las ideologías usan incontables disfraces para hacerse merecedoras de determinados distintivos. Y él, en sus modos de profanar los pensamientos de otros, hacía menos creíble la defensa de sus convicciones. Las formas, en los tiempos que corren, son prácticamente la única garantía de coherencia con la que cuenta el mundo. Pero todos lo hemos olvidado. Cuando el PSOE intenta instaurar la asignatura más polémica que recuerdo, no atiende a los modos. Promete ética envuelta en docencia, pero no predica con el ejemplo. Auspicia una campaña mediática sobre la nueva materia centrada en la ridiculización, también esta vez, de los populares.
Yo no sé si todos los 'objetores de conciencia' -protagonistas de un debate absurdo- son de derechas. Ni siquiera sé si son populares por norma. Lo único que me parece indiscutible es que tacharlos de machistas, católicos e ignorantes no es “una forma de llamar la atención que sirve para que la gente apoye la asignatura”, como afirmó hace unos días José Luis Zapatero. Es una manera denigrante, que a priori puede despertar cierta simpatía, pero que en el fondo sólo favorece la radicalización de estúpidos estereotipos. Será porque para lograr un objetivo ya hasta la ética puede pasar desapercibida. La cuestión es que estas concesiones a la moral provocan que las piezas del puzzle empiecen a no encajar. Y así, no es de extrañar que se necesiten peripecias como las de aquel trío en busca de adeptos. Quizás porque nos hallamos ante la crisis de los incondicionales en un tiempo en el que, como dijo Churchill, “los hombres no quieren ser útiles, sólo importantes”. Sabiendo que esta sentencia hoy tiene más vigencia que nunca, los grupos políticos son conscientes hasta el extremo de la necesidad de un instrumental potente que haga menos visibles sus fallos de congruencia.
Saray Encinoso (Diario de Avisos, 9 de Octubre de 2007). Gran periodista y mejor amiga.